2007/08/16

Juguetes, títeres y marionetas





Para qué negarlo. Amaba a Plaza Sésamo, los Muppets y los títeres, especialmente al Count von Count de principios de los setenta. Amo cuanto móvil, títere o marioneta aparezca en mi camino; desde los que venden en Imaginarium hasta los que bailan merengue apapachao en la entrada del parque Los Caobos. Hace algún tiempito hasta me atreví a armar mi propio títere bunraku bajo la égida de Sonia y esa gente hermosa y talentosa que compone Naku teatro.

A Sebastián, mi hijito precioso, no le llaman la atención los títeres en lo más mínimo. Aunque nos reímos muchísimo con videos de los Muppets o 31 minutos en youtube, su verdadera afición va por los héroes japoneses y los superhéroes de Marvel. Los muñequitos afelpados, sin dudarlo, le parecen tan desdeñables como Barney y todo ese mundo "para chiquitos" que refiere como una borrosa vida pasada.

Pero a mí sí. Creo que para mi generación los programas educativos, aunque pocos y sometidos a una programación invadida por melcochosas historias de sufrimiento como Marco, Candy candy o la abejita Maya, también contaban con una audiencia respetable. Lejos, lejísimos de la creación de canales especializados en programación infantil, finalmente no tuvimos opción ni la posibilidad de elegir lo que queríamos ver: contamos con una mano los programas didácticos o edificantes. Consumidora pasivísima y paradójicamente amante temprana de los libros, en mi view master mental aparecen desde la moqueadera de Verónica Castro en "Los ricos también lloran", Chispita, S.O.S. S.A., El hombre par, Fantasmagórico y Los monstruos del espacio hasta Señorita cometa y el intrépido volador. Hasta ahora no he podido descubrir cómo me reía de los chistes de los Banana Splits, en qué momento empecé a relacionar al gato de este show, Bingo, con el de Alicia en el país de las maravillas, el gato de Cheshire. No recuerdo en cuánto tiempo me aprendí todas las canciones del Libro de la Selva, creo que Terry me rompió el corazón unas cuantas veces y sólo Dios sabe cuánto recé por tener un robot Afrodita.

Dedicada a coleccionar libros, obsesa con la literatura romántica, la pintura española, la poesía maldita y dispuesta a adquirir libreticas de todas las formas y colores posibles, descubrí mi soterrada afición por los títeres durante un encuentro en Bogotá al que asistí hace unos nueve o diez años. El día de mi cumpleaños, después de las ponencias, me premiaron con una función de teatro maravilloso para niños que hace Iván Darío Bernal y el grupo La libélula dorada. La obra "Los espíritus lúdicos", reconocida y premiada internacionalmente, fue un encuentro singular, maravilloso y aleccionador: un teatro para niños que contaba con una estructura arquitectónica precisamente para niños, donde existía proximidad y la posibilidad de crear una atmósfera de intimidad y encuentro. Esta idea de un teatro infantil genuino la comparten coterráneos teatreros tan importantes como Armando Carías, fundador y director de El Chichón y uno de los pocos que plantea bien en serio lo del protagonismo de los niños y las políticas culturales como escenario de acción continua, más que de "eventismos" o programaciones especiales. No creo que esté lejos el día en que podamos contar con planes de acción cultural donde los niños sean protagonistas. Ojalá.

Aún impactada por aquella obra magnífica, paseaba una de esas tardes por el bellísimo barrio colonial de La Candelaria dedicada, en soledad autónoma, a buscar libros y juguetes para los chiquitos de mi familia. Ya había terminado la tarea y andaba saboreando unos buñuelitos, cuando me topé con Beto y Enrique, de plaza Sésamo, sentaditos en una vitrina. Más añitos atrás, encontré a los viejitos súper críticos del show de los Muppets sentados en la vitrina de la Tienda del Cine, y después de pensarlo muy poco, rechacé hacer la compra de los muñequitos. Esta vez no iba a hacer lo mismo, así que después de examinarlos rápida y compulsivamente, me los llevé.

Un par de años después, con mi barriguita talla L, paseando por un agobiante centro comercial y comprando ropita de talla mínima para recibir al inminente Sebas, encontré al Conde von Count y a Cookie monster. Mi colección estaba completa.

Defensora de la memoria, de los juguetes de culto, por eso de andar privilegiando los espacios de comunión y recreación, tengo algunos aparejos que ya tienen unos cuantos años conmigo y que sigo alimentando de forma ritualística. En mi colección memorable los más recientes son una Frida Kahlo que me regaló mi suegra, unos quitapesares guatemaltecos que me regaló mi cuñada Ada y una escultura preciosa de una chica embarazada, del artista venezolano José Miguel G.; titulada "Ella en el columpio" que traje a casa esta semana. No tengo muñequitos kitsch como los de Burton o Spawn (bueno, la Janis Joplin que adorna esta entrada. Me encantaría además tener el juguete de Erzebeth, lo confieso) ni me interesan los agobiantes fetiches de Mac Donald´s. Preferiré siempre a la mariposa 100% diseño argentino que posa en una de mis chaquetas, cortesía de una amiga encantadora, Ginett, y que al flaco se le parece al logo de The Blair witch Project.


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