2011/09/07

Cuentos de Camionetica

Cuento de Camionetica 9

Catársis 3.0

Nuestra agente 100% confiable encontró un paquete de viaje que no pudo rechazar y compró, sin reservación previa, un pasaje de ida sin retorno. En este punto de la historia he despedido a familiares cercanos, a tantos panas y conocidos, que aceptar la ausencia de la súper agente pasó, lo admito, casi desapercibida.
Eso hasta que me tocó comprar un boleto.
Caracas es una ruta de aventura cambiante y telúrica que te amenaza con sus referentes carcelarios de abandono. Por ejemplo, si sales de la zona metropolitana, te encuentras en plena autopista con un edificio que parece sacado de La tierra sin humanos y que ostenta un aviso de Iberia carcomido. Si caminas por la única pseudo-ruta peatonal decente que luce la ciudad (Chacao-Parque del Este), un letrero de Mexicana  corona un espacio traslúcido y vacío.
Tengo que ir a Copa Airlines... susurro, ¿aún existe?
Me perderé en el Lido, lo sé de antemano. Confirmo, antes de salir de mi casa, que tengo chocolates, mi abánico, un libro y una revista. 
Cuando camino hasta la calle que me guiará a la avenida, y luego hasta la camionetica que requiero, el sol me atraviesa impasible con sus rayos premediodía, mis ojos míopes arden heridos como vampirijilla y lamento no haber recogido mi cabello. No obstante, lo peor sucederá cuando palpe, sin querer, a mi chocolate con pistacho vencido ante el influjo de su naturaleza calórica.
Para trasladarse al Centro Comercial Lido desde Los Palos Grandes, hay que apearse en una camionetica que vaya a Chacaíto. Si por error -o desesperación- te aferras a una que circule por la Libertador, prepárate a sufrir de vértigo irreductible, a apretujarte como una sardina que no sabrá en qué escalera tiene que bajarse para retomar su trayecto. Cuando menos lo esperes, estarás (dos horas más tarde) en estado de pánico frente a la oficina de correos que precede al puente Llaguno; todo ese paquete sin poder subir al metro y obligado a recurrir a la Avenida Lecuna para aferrarte a lo que sea que te pueda regresar al punto del GPS en el que te desubicaste.
Listo. De vuelta a la travesía. Con calor y medio cegata, hago señas al conductor para que pueda acercarse a la parada. A unos 50 metros, una señora de la tercera edad (cercana  peligrosamente a la cuarta), se lanza a la calle y trata de subirse. El conductor la ignora y se detiene justo frente a mí. Espero que la señora emprenda su ascenso y la sigo. El conductor abandona su puesto y se acerca a la doñita que, cansada, trata de sentarse en el primer puesto que consigue. 
El chofer la ayuda a acomodarse. Acto seguido, comienza sin preámbulo la catársis más estridente que haya presenciado en mi vida. Los gritos que fluyen a borbotones de la boca del chofer me taladran los tímpanos. "Por tres bolívares" es la frase con la que arranca la parranda de regaños, reflexiones, moralejas sin fábulas de animalitos, ironías y casos de la vida real. "¿Y usted no me entendió, verdad?", amenaza con ser la cláusula-grito de cierre. "Si, mijo, perdone", le ruega la señora. No hay diálogo posible. La letanía se repite y yo estoy a punto de convertirme en plañidera con tal de que se acaben los gritos sazonados con sol, cornetas, insultos y calor del espacio exterior.
Por tres bolívares no puede exponerse, señora, a que un motorizado se la lleve por el medio porque piensa que yo la voy a dejar en la parada entonces usté me echa tremenda vaina por que es por mi culpa si le pasa algo y yo voy preso y me jode un pran y quién mantiene a mis muchachos que no tienen la culpa de que una señora inconsciente no espere a que se pare la camioneta porque se echa a correr por la calle y por qué usté anda sola por la calle dónde están los irresponsables de sus hijos que la dejan sola en Caracas donde roban y matan a todo el mundo...
Con calor, medio cegata y con dolor de cabeza, salto de la camioneta y me voy caminando, con paso desesperado, por las quinientas cuadras que me separan de Copa. El Lido me parece un oasis. Me pierdo y pienso que aquellas deben ser las vitrinas más feas del mundo. Decido, con la resignación que vibra en el aire,  regalarme un té frío que me devuelva la compostura y las ganas de comprar un boleto que me traiga de regreso al país que habitaba y que no aparece en el mapa.