2013/12/23

Sinestesia o una carta de Henry Miller a Anaïs Nin





Cuando vuelvas voy a ofrecerte una fiesta erótico-literaria, -lo que significa follar y hablar, hablar y follar- y entremedias una botella de Anjou, o un ajenjo con Cassis.
Anaïs, voy a abrirte las ingles. Que Dios me perdone si esta carta la abre alguien por error. No lo puedo evitar. Te quiero. Te amo. Eres para mí alimento y bebida, todo el maldito mecanismo, por así decirlo.
Yacer encima de ti es una cosa, pero acercarse a ti es otra. Me siento cercano a ti, formo parte de ti, eres mía sea o no reconocido.
Ahora cada día que te espero es una tortura. Los cuento lenta, penosamente.
No sé cuando regresarás, ¿el 7 ó el 15? Pero hazlo tan pronto como puedas. Sé generosa, sí, te lo pido. Haz un esfuerzo. Te necesito. Este largo domingo, ¿cómo lo terminaré? (…)
Déjate el cabello suelto, exponlo al sol, que vuelva el color. Te amo como eres. Amo tu espalda, tu dorada palidez, el declive de tus nalgas, tu ardor interior, tus jugos. Anaïs, te amo tanto, ¡tanto! Se me traba la lengua. Incluso estoy lo suficientemente loco para creer que puedes venir a mí de improviso. Estoy aquí sentado escribiéndote con una tremenda erección. Siento tu suave boca cerrándose sobre mí, tu pierna apretándose contra mí, te veo de nuevo aquí en la cocina quitándote el vestido y sentándome encima de mí, y la silla desplazándose por el suelo de la cocina, dando tumbos.
Henry

29 de julio de 1932

2013/12/18

Cuentos de Camionetica

Cuento de Camionetica 12




Estereotipo endógeno

Antes de comenzar a escribir me debato (o me siento obligada por la inercia "situación-país") entre pronunciarme sobre el momento político actual o dedicarme a escribir en mi blog amado, tan personal y querido. 
No es fácil tratar de recrear las ideas cuando la política lo arropa todo y el acontecer diario exige posturas y opiniones tan inmediatas como si de actualizaciones del timeline vital se tratara. Si no dices nada, eres sospechoso. Si por el contrario, hablas todo el día como servidor de noticias, eres sospechoso también... y cansón.
Sí. Estoy cansada, triste, angustiada, preocupada y todo a la vez. Vivo en Venezuela, por si no lo sabían. Vivo pensando en lo que meteré en la maleta cuando se haga inevitable el salir corriendo con mis hijos aferrados a cada mano. Me da miedo pensar en el gentilicio que presuma el ticket de destino. Me paralizo.
En fin.


El día que saquearon Daka, esa ex-sabana infinita de electrodomésticos y pantallas, había decidido apartarme del celular y de los deberes en remoto. Ni idea. No supe nada, hasta que ya era casi de noche. Mientras cocinaba el almuerzo veía la tele y me enteré por casualidad que aquel sábado era la transmisión del Miss Universo. Sin conocer siquiera quién era la representante de Venezuela (lo juro) me senté con una copa de tinto de verano frente al televisor. Me di permiso a la nada. Pensé en aprovechar el vértigo de la factoría digital de las misses para darme la anuencia de seguir estadísticas, seguir el impacto de # y tendencias en redes, vacilarme toda la parafernalia maravillosa de los dimes y diretes de las redes sociales hasta sumergirme en la maraña increíble y simultánea de planos, acciones y encuentros que conviven desde el momento cero de cada día en el que amenazo mi seguridad ocular al deslumbrarme con la luz del móvil. De vez en cuando miraba a la pantalla del concurso en tele y volvía al dispositivo fascinada (y asqueada, por cierto) para degustar la increíble cantidad de mensajes, opiniones y pareceres del mundo ante un espectáculo tan fascinante como superfluo y decadente. Creo que vi palabras asociadas con saqueos, Daka y pantallas planas. Ni caso; que aquello no tenía nada que ver con las misses ni afectaba el sabor de mi sopa.

Somos bellas y no lo sabemos

Que sí. Las venezolanas somos bellas. Al menos, eso es lo que certifican -estadística y rotundamente- algunos estudios sesudos desperdiciados que avalan resultados irrefutables expuestos en certámenes internacionales. Claro está, por ejemplo, que somos pretendidamente bellas hasta para alisarnos el cabello para ir a la playa, tatuarnos las cejas antes de los veinte años, soñar y ahorrar hasta el hambre para comprar tetas y vientres planos.  Las venezolanas nos desvivimos por las combinaciones de color en todo lo que usamos, como si fuéramos protagonistas de "Mi extraña obsesión": uñas con cartera, colitas con camisas, maquillaje con zapatos, rimmel con mechas y pare de contar.
En este país la estética reluce como valor fundamental de la canasta básica. El paraíso está detrás de la búsqueda incesante del "ideal de belleza" que defiende con absoluto descaro el arquitecto de las misses, Osmel Sousa. Que a nadie le sorprenda. El feminismo, el imaginario de la reinvindicación dista de alejarnos del lápiz labial y discutir sobre "lo" femenino no es una de nuestras fortalezas. Rivales, enemigas y enemistadas por naturaleza, eso sí te lo tenemos: Que la Goldman nos parecería añeja, descuidada; y Anaís Nin, una puta malagarrada.
Ojo: basta con revisar estadísticas de operaciones estéticas e índice de muertes por procedimientos fallidos para certificar todo lo anterior. Hagan la tarea.
Nuestra decadencia social se traduce en una búsqueda desaforada de artilugios, de evasiones que transmitan la idea de continuidad en el recipiente más cambiante, por paradoja cárnica.
Las empresas ilegales, sin control y dispuestas a primera mano ofrecen de todo al mejor postor. Hay tetas, nalgas, silicón, grasa, botox, polímeros, lipos y prótesis en apartamentos, anexos, garages, oficinas, baños públicos. Sin condiciones, certificados o recursos. Sin garantías.

En Venezuela hay operaciones estéticas que se programan a la hora del almuerzo.

Recuerdo en una oportunidad que entrevistaba a Hugo Prieto por la publicación de su novela Vivir en vano. Hacía una nota para la revista Contrabando y me encontré con el autor en un café de Los Palos Grandes. Prieto se refería a nuestra realidad social con adjetivos duros y certeros. “Los símbolos más característicos de nuestra pobreza ambulante son los mototaxis, las tetas postizas como símbolos de la pobre autoestima de nuestras mujeres que también le han cambiado la faz a la ciudad; esa imagen prostituida de tetas corrompidas por la intromisión de la silicona son una afrenta a la belleza natural".


Me da pena
Para mí, la belleza es, ante todo, inteligencia. El conocimiento reluce seductor por naturaleza. Por ello, ser fea  e inteligente (intensa, complicada, rebuscada, aburrida, un ratón de biblioteca) en un país de misses fue un acto revelador y terrible. No en vano, aprendí a avergonzarme de mi apariencia desde muy temprana edad. Para alimentar la telenovela,  era aún pequeña cuando un medicamento truncó el desarrollo natural de mi dentición. Luego, aprendí por defensa y reflejo a sonreír con la boca cerrada, a evitar tener que manifestar mi agrado. Mi ceño fruncido reemplazó toda posibilidad de la mueca sonreída o el estruendo melódico de la sintonía y el encanto de la risa sincera.
Recuerdo el desarrollo desigual de mis dientes, mi imposibilidad de posar ante la cámara. Aún le temo a los flashes, a las fotografías para carnets. Yo conocí temprano lo que era ser infeliz y nadie tomaba en serio mi tragedia.


Tenía cuatro años y podía certificar que la vida no era tan grata. Candy, Marco y Heidi sufrían, pero aquello no era comparable con mi reflejo mudo.

Un día, cerca de mi cumpleaños número siete, resbalé al pisar una de mis revistas. A ver. Era una lectora furibunda anclada en mi timidez y los libros me rodeaban indiscriminada y permanentemente.
Me levanté con entusiasmo y pisé la revista que recién abandonaba mis manos. Tracé una elipsis verbal absurdísima y me estrellé contra el suelo. Me partí la nariz en cuatro partes y sangré internamente, hasta el punto en que, luego de que los médicos me observaran detenidamente, me llevaron a una sala aparte  y me preguntaron una, dos,  y mil veces si mi mamá, una mujer amable y dulce hasta el absurdo, me había pegado con "algo" en la cara.
Recuerdo llorar en silencio bajo un minúsculo pañuelo de Hello Kitty que mi mamá insistía en que mantuviera en alto mientras miraba por la ventana de la camionetica que nos devolvía a casa, tras una jornada de palabras incomprensibles que nos dibujaban el rostro.
Todavía mi mamá insiste en que yo era una niña preciosa. A veces me susurra mientras acaricia los rulos que siempre tienden al rojo quemado, las pecas, mis mejillas. Qué lástima, mi manzanita. Eras bella. No sé qué te pasó.

Mueve ese culo
La naturaleza siempre sigue su curso. Aprendí a reírme bajo la protección de mis manos estilizadas forradas en anillos. El humor negro corona mi anatomía desde que tengo memoria.
Las venezolanas ostentamos, por cierto, senos pequeños, caderas anchas y culos que harían palidecer a J-Lo.
Los pantalones que pasan por nuestras caderas relucen flojos a nivel de la cintura; mientras los que atienden a ceñir el torso difícilmente podrían remontar la sinuosidad de nuestras curvas. Somos coquetas hasta el absurdo y distintas, variopintas o uniformadas. Nos vestimos de invierno bajo 31 grados o bailamos al son de faldas diminutas de la temporada. Somos cuidadosas hasta el punto de gastar todo el sueldo en velar por las uñas y no lo pensamos dos veces antes de soslayar  la vida en la peluquería.
Basta con ojear cualquier calle de Venezuela para evidenciar que las venezolanas salimos desde bien temprano bañadas, perfumadas y bien combinadas a trabajar, estudiar y luchar. Movemos siempre el culo, criamos solas o acompañadas, bregamos más turnos de los que quisiéramos y luego nos encargamos de la casa. Todo en uno. 3M. 4x4. A la N potencia. Cuatriboleadas sin bolas y  con muchos ovarios.


 ¿Yo? Resuelvo, trabajo, crío, coordino, evado y vuelvo a empezar. En mi caso no es distinto. Mis niños van conmigo hasta el final del inicio. Me desvivo por ellos y son mi razón para seguir. Mi motivación es mi desespero. Mi desvelo es mi motivación. Me levanto temprano, tuiteo, sigo, río, me desespero. Vivo. Canto.

 ¿A qué venezolana no le agradecen diaria y públicamente el vaivén de sus caderas? A mí la telenovela me la cuentan completa: me han endilgado de todo. Historias, anécdotas, culpas, nacionalidades desternillantes y parecidos absurdos con primas, hermanas, amigas y amores irresolutos. Creo entonces que a muchas mujeres de este país  se les partió la nariz y se  les torcieron los dientes desde bien temprano.


Leer en la camioneta
Un día, sin mayores sobresaltos, me tocó montarme en una camioneta que desaceleraba sin detenerse frente al Unicentro El Marqués con la intención de ir a una reunión de Unicef en Parque Cristal. El equilibrio que precede la intención de levantarse a sugerir la parada pasa por sortear hombros, caderas, obstáculos y ondulaciones hasta anunciar con voz altisonante el deseo de abandonar el vehículo en la próxima parada.
No pude abrir la boca. Mis labios se habían sellado. Caminé y me ubiqué en la puerta del colectivo y aprovechando la presencia de otros pasajeros con el mismo destino, me bajé. Me senté temblando en un banquito frente al Parque Cristal. Traté de abrir la boca y tras un sonido doloroso de quebrar de huesos, logré decirme algunas palabras, con pausa, bajito... pero que no me calmaron ni un poco.

Dientes derechos

Durante mucho tiempo jugué a borrarme como entidad y así hubiera seguido si no hubiese tenido que enfrentar uno de mis peores miedos. Tras cuatro años de citas postergadas, control férreo de la mordida, interminables juegos de cepillos dentales y adminículos para llevar; ligas, apretones, dolor y mucha sensibilidad, estrené hace tres semanas una sonrisa sin obstáculos. Aún tengo la mordida ladeada, debo utilizar un aparato correctivo que buscará elevar el peso de mis molares, abrir la llave de oclusión, jugar a la simetría de la mordida. Sigo sin reconocerme.

Río. Sonora, impacable, altisonante, seguida y frecuentemente. Mi amargura se diluye ante la vida; bien sean los frecuentes hallazgos en Internet, en mis lecturas y en las conversaciones que sostengo invariablemente, incluso en clave de monólogo. Aún me cuesta sonreír en las fotografías. Pero lo hago, siempre. Me doy mi tiempo.

Aprendí con terror cómo en Venezuela cualquiera puede embaucarte con el tema de corrección ortodóncica. Vi miles de sonrisas articuladas sobre piezas incrustadas con pega loca sobre el esmalte, por mencionar lo más frecuente. Menos mal que éste no fue mi caso. En Venezuela los aparatos con liguitas de colores son símbolo de estatus. Yo, una vieja con aparatos, nunca fui una excentricidad: era sólo una variante del juego colectivo.
En mi caso aposté por el juego metálico de cajas sin ligas, sin colores ni estridencias.

Colecciono  chistes y comentarios absolutamente bizarros que pudieran hacer sonrojar a cualquier mujer decente. Pero yo era una mujer con aparatos en los dientes.
Descubrí naturalezas humanas pululando en imágenes sugeridas que me resultaron reveladoras.

El mundo puede ser un juego especular
a partir de la verbalización de nuestros defectos.