2017/02/04

Un romance de feria





Mandingo

Poco le molestaban las comparaciones. Cada vez que en algún resquicio de la memoria aparecía alguna evocación referida a su nombre, mostraba aquellos dientes blancos y alineados que  de seguro habían diseccionado algún órgano durante sus frecuentes peleas callejeras. Sonreía y luego espetaba una mirada canina y centelleante a los ojos de quien trataba de ofenderle: una acción que no pocos maltratos le había traído y que sólo conseguía endurecerle el semblante.

La fuerza de Mandingo superaba la historia denigrante, la raza de pocos pesos, el peligro y toda clase de prejuicios de quienes se aproximaban a solicitarle alguna tarea. El mito de Mandingo que atemorizaba a muchos se testimoniaba en la estela de mujeres que no aguantaron la vigorosa embestida del animal en celo y murieron inevitablemente con el vientre destrozado. Aquellas, a pesar del resultado, no eran historias infelices. Algunas conocieron orgasmos inimaginables, otras alcanzaron la divinidad o descubrieron sin saberlo el culmen de su existencia. Ninguna vivió para contarlo.



Ellas
Vivían sumergidas en un mundo donde al caer la tarde se encendían las luces y se cosechaba la alegría sin humor. Cumplían con todos sus deberes sin quejarse. Habían aprendido a conocerse, tolerarse, comprenderse y ayudarse, hasta componer aquella unidad en la que ambas conseguían ser resignadamente felices, sin mayores pretensiones. Durante la caravana de carros, camiones, animales exóticos, rarezas, fenómenos y talentos del circo decadente en el que trabajaban como tarotistas, conocieron a Mandingo. Lo  habían contratado para montar y desmontar la vacilante estructura del show. Y como en esas causalidades en las que el universo conspira para que las situaciones se resuelvan de manera insospechada, sin protocolos ni rituales de apareamiento, aquella feminidad compartida pudo alojar sin resistencia a aquel animal feroz con ojos ardientes, que zigzagueaba compulsivamente y remontaba con lujuria, rabia, deseo, frenetismo y locura desde las entrañas de Mandingo.


De eso se trataba la felicidad.


Colorín colorado

Pero el alma de aquel nombre bien encerraba un determinismo difícil de evadir. Un día, después de la función, Mandingo se dirigía a descansar a su cama compartida, cuando las observó riendo y jugando con uno de los espectadores. Aquello era más de lo que podía soportar. 

Nadie podía acercarse a ellas. 

Le pertenecían, sin mayores argumentos. Con el brazo levantado, apretada la muñeca y los dientes, el sorprendido hombrecito anónimo elevado del suelo gemía débilmente atrapado en una tenaza. Un disparo anónimo liberó su garganta. Para ellas, el tiempo se detuvo. Mandingo cayó inerte al suelo y todo se volvió negro.

Tras el luto fue impensable volver a trabajar. Como conocían sus reacciones y el dolor que las invadía, a una de le anunciaron el despido mientras la otra aún dormitaba. Retiraron la valla anunciando el servicio de lectura del tarot y poco a poco toda aquella historia del negro mandinga y las siamesas cayó en el olvido. El circo perdió su fama luego de algunos escándalos menores y falta de personal. Finalmente, tuvo que cerrar sus puertas cuando que el sindicato de payasos tomo el recinto. De las siamesas nunca más se conoció noticia alguna.



*Publicado en Los Hermanos Chang.

2017/02/01

Déjate caer




Hace mucho, lo cotidiano se me hizo irreconocible.

"Quiero irme", pensé.

En ese momento, por supuesto, no sabía si escapar era realmente la solución. Además, ¿a dónde? Recuerdo que me descubría, cada vez con mayor frecuencia, tarareando a Andrelo y aquello de no saber lo que quieres, pero sí lo que no.

El hastío crece lentamente, imperceptible, hasta que se desborda. Y mi revelación no fue tan grandilocuente: tenía meses  editando a un SúperEgo-Gurú-Influencer que no podía redactar 140 caracteres sin errores ortográficos e incluía en su discurso diario  palabras (y conceptos) de transacción espiritual

"¿Cuánto vendimos?" me increpaba diariamente el mercader de sueños.

Mi entorno me cegaba de repente como a quien sale de una cueva. Cuando abrí bien los ojos no fue bonito, ni bueno.

Había cumplido 120 días tratando de comprender la bizarra concepción empresarial de un director ejecutivo  a quien le comenté mis ideas, capitalizó mis esfuerzos, jugó a las cofradías y evitó abrir la puerta cuando corrí detrás de la niña estrella de mi equipo, víctima del maltrato recurrente.

Luego noté al director creativo que cobraba mensualmente la mayor suma de dinero de la empresa y cuyo  mérito era mantenerse como vencedor irrebatible en  SongPop.

Me harté de tratar de negociar con la ejecutiva que me aseguró, sin pausas ni comillas,  que la apariencia era más importante que el intelecto. Capaz de describir a cualquier persona con los tres adjetivos más infames que ostentaba en su escaso vocabulario, cantaba a todo pulmón las canciones de Arjona, a quien consideraba su "poeta" favorito. Y yo, que para ese momento de mi vida ya había aprendido a respetar a todos los lectores  -incluso a los de Coelho- tenía que tragar grueso cada vez que la escuchaba afirmar  "Los libros no son cool" como cita magnánima con la que abría cada repetida y aburrida presentación. "Leen mucho", me atreví a espetarle alguna vez, convencida de los procesos de lectura multipantalla y hasta simultánea en los más jóvenes. Leen y saben más que tú, guapa, me hubiese encantado soltarle frente a los clientes que le celebraban con sonrisas y piropos el bronceado reciente.

Me aburrí del estratega que aseguraba que "tenía muchos años en esto, de las redes sociales", que ya había visto todos los comerciales, las experiencias, las activaciones y que remataba sentenciando que "eso ya lo hicimos nosotros hace años, eso es viejísimo".

Me evadí cada vez más de las reuniones en las que el jefe ejecutivo-fundador-omnipotente hablaba mal de todo el mundo. El jefe no sabía contar chistes, pero todos reían alto y aplaudían con fuerza. Luego venía el bis para explicar el chiste, con énfasis, como si  no lo comprendieras. Aquella era su marca personal: llevarse dos dedos a la frente y preguntar "¿Entendiste?"

Reí secretamente del dueño que aseguraba que su empresa era una "escuela" ante la imposibilidad de justificar el maltrato y de explicar las convocatorias cada vez más frecuentes donde el subject  era -over and over again- una despedida.

Me cansé de los comunicados de ausencia de materia prima, de cierre de empresas, me cansé de los agradecimientos por haber "construido país junto a ustedes por más de 40 años"; me cansé de los asaltos a mano armada donde las víctimas eran todos, ricos, pobres, los más vulnerables, los ciudadanos de a pie. Me cansé de vender ideas sobre productos que no encontrarías...

Me cansé de jugar a que no pasaba nada.

La hipocresía se viste diariamente con básicos de manufactura esnob. Se reviste del aprehender de lo cotidiano. Se vale de ideales, experiencias o suposiciones para modelar pretextos que se convertirán en argumentos, principios que luego constituirán los cimientos de la "cultura organizacional". Un día se convalidan, se legitiman e institucionalizan. Luego, es política de Estado, culto, filosofía y souvenir.

El destino para los otros es la resignación o saltar hacia la nada. Y yo preferí saltar, aun sin saber muy bien en dónde caería.