2020/10/18

Una casa con cuadros de niños y payasos que lloran

 


Habíamos conversado muy poco cuando decidimos vernos en persona. Ya había sorteado con poca paciencia un raro cuestionario de nueve preguntas que me envió para "conocerme mejor" y de resto, incluso por encima de aquella rara introducción, me hacía reír todo el tiempo. Hasta ese momento, yo solo confiaba en que la risa era una expresión de la inteligencia; muy a lo Bergson.  Aún hoy en día, cuando pienso en la posibilidad de conocer a alguien para el "resto de mi vida", imagino a un gran y sonriente conversador. Llegará un momento en que ya no habrá más sexo, cambiarán los rituales y las formas de compartir el tiempo... Así que solo quedará comunicarse mucho. No obstante, como afirmó Nietzche, no existe el amor sin el conocimiento del otro, y para llegar a eso, creo que aún faltan bastantes sapos que sean honestos consigo mismos y no solamente se dejen besar. 

Pero él no tenía un tema con la sinceridad o con ser auténtico. Era, para ser exacta, brutalmente honesto. Nuestra primera cita fue perfecta y así pasamos, sorprendidos y emocionados, tres meses donde todo fue, simplemente, de ensueño. Por esos días yo editaba a un conferencista, y veía muchísimo Stand Up y Ted Talks. Sin saberlo, nos armamos un plan donde siempre incluíamos ver juntos algún especial y luego lo comentábamos. Estaba realmente interesado en mi trabajo. Yo no podía pedir más, pues él hacía un poco de todo lo que me gustaba: Escribía, tocaba guitarra, amaba el jazz y me regaló una de las playlists más valiosas que atesoro en mi Spotify

En casa de mi abuela paterna, una mujer elegantísima que había sido maestra y había viajado a varios lugares del mundo después de jubilarse, había dos cuadros que me inquietaban muchísimo. Es curioso que en su casa reposaran suficientes piezas de arte y yo solo pueda recordar estas dos pinturas: Sobre un fondo negro y lúgubre, asomaba la cara de un payaso manchada de blanco y estaba aderezada con torpes trazos de pintura. Sus ojos, grandes y tristes, desprendían grandes lagrimones. En frente, hacía lo propio una niña rubia, con enormes ojos azules color lágrima, como su vestido. El payaso sonreía. 

Había recibido una invitación para ver a unos amigos y conocer el nuevo material que estaban grabando. Me dio mucha emoción pensar que volvería escribir sobre música, viajar y disfrutar de esa atmósfera increíble que vives solo en un estudio de grabación. Para efectos de la producción y la confidencialidad, solo sería un día, pero se ocuparían de mis traslados; no podía estar más feliz. Sin embargo, la reacción de él ante mi noticia fue absolutamente inesperada. Como un niño amenazado, me miró como si le hubiese lanzado un sartén por la cara; rompió en llanto, se acurrucó como un armadillo y fue imposible de consolar. Cuando traté nuevamente de acercarme (confieso que no sabía que hacer), me miró con ojos aterradores y me pidió -me ordenó, más bien- que me fuera inmediatamente. Era un demonio con ojos ahogados en fuego y yo no me iba a quedar a averiguar si aquello que palpitaba más allá de sus córneas era real. 

Los días pasaron, me cansé de escribirle para ver cómo estaba y de su parte no hubo señal alguna. Fui a la sesión de grabación, me olvidé durante un par de días de todo aquello y luego volví a la ciudad. En mi casa, encontré un ramo extravagante de flores y una nota errática en la que, básicamente, me pedía disculpas. Fruncí el ceño. Algo aquí no está bien, pensé. 

Cuando tenía unos 12 años, ya había leído casi todos los libros de la "biblioteca pública" que estaba en la sala de mi casa. En el cuarto de mi mamá estaba la colección completa de libros eróticos de Salvat, "La sonrisa vertical" y otros con temas de "adultos"; pero esos tenía que sacarlos con mucho cuidado, pues mi mamá era obsesiva con el orden y se daba cuenta de todo. Recientemente, había comprado una serie de pequeñas biografías sobre músicos y contaba con su OK para acceder a ellas. En la portada de uno de estos pequeños libros, aparecía una mujer con un cabello increíble, con el brazo forrado de brazaletes y una sonrisa espléndida. La leí de un tirón. Luego fui a la sala y busqué sus discos. Encontré uno y me senté con los oídos bien pegados a la corneta, con los ojos cerrados. No podía creer que aquella mujer de semblante tan alegre hubiese sido en realidad una artista increíble embutida en un traje de profunda tristeza y además, sufriera una muerte tan espantosa. La adopté desde ese momento con sincero afecto y sus increíbles registros todavía me acompañan cuando me siento sola. 

"No hay que confiar en la gente que sonríe todo el tiempo", me dijo, con ojos muy abiertos. "No hay mayor escudo para un alma miserable que el buen humor", insistió. Estaba despeinado, tembloroso, como si tuviera una resaca. Yo bebía lo suficiente en ese tiempo como para reconocer cuando una persona había pasado la noche anterior abrazado a una botella. Estaba tan hundida en mi propio reflejo que me costaba conectar con los demás. Quizás, él ya me había mostrado que en su infinita humanidad había algo con lo que luchaba debajo de la superficie y yo solo tenía frente a mí un escenario con filtros embellecedores, como una película de los años 50. 

Yo era, de hecho, un filtro embellecido que luchaba por negar su propia cicatriz abierta. Sin embargo, podía leer el dolor en sus ojos. Su sonrisa había desaparecido. Parecía un payaso triste, con los órganos desparramados por la cara aderezada con torpes trazos de pintura. Luego de confesarme que sufría de depresión y otras enfermedades mentales, me advirtió que lo mejor era que no volviera jamás a buscarlo. "Pero yo también sufro de depresión", asomé en el gesto más torpe disfrazado de empatía que pudiera haber usado en mi vida. Este era un paciente que había pedido no ser resucitado. Lo tomé de las manos y le dije que yo estaría allí, si me necesitaba. Que aunque no lo creyera, yo sabía lo que se sentía. 

No, no lo sabía. Y sería así por un tiempo. 

Él me enseñó a identificar a la gente que sufre a partir de su sonrisa, por el sonido de su risa o por la manera sonriente como se retratan a sí mismos. Confeccionó una lista irrefutable de grandes humoristas absolutamente dominados bajo el poder del alcohol y me instruyó acerca de la tristeza que esconden los soberbios, los que se ríen de los defectos de los demás, los que se asumen como portadores de la alegría frente a la pantalla o desde el micrófono de la radio. "Esos son los que están más jodidos. Se reconocen entre ellos porque siempre tienen una copa en la mano", me dijo. Y tenía razón.

No pude evitar recordarlo cuando vi Joker. Esa hubiese sido una película digna de su análisis que habría disfrutado muchísimo. 


No hay comentarios: